EL OBJETIVO DE ESTA PÁGINA

Recuperar los Sermones de San Bernardo de Claraval para facilitar su conocimiento y divulgación. Acompañar cada sermón con una fotografía, que lo amenice, y un resumen que haga más fácil la lectura. Intentar que, al final de esta aventura intelectual, tengamos un sermón para cada día del año. Un total de 365 sermones. Evidentemente, cualquier comentario será bienvenido y publicado, salvo que su contenido sea ofensivo o esté fuera del tema.

domingo, 5 de octubre de 2014

EN LA DEDICACIÓN DE LA IGLESIA. SERMÓN CUARTO


SERMÓN CUARTO
Estamos dedicando este día a solemnes alabanzas y lo llenamos de alegres cantos. Pero nadie que presume de religioso, o de sabio, puede ignorar lo que venera o cerebra. Por eso debemos pregunarnos a qué se debe todo esto o qué santo recordamos. Yo no me atrevo a decir nada; prefiero ceder la palabra a otro, cuyo testimonio tiene más valor y merece toda confianza.
 Tal vez os sorprenda este breve exordio, pues tenéis ante vuestros ojos esta iglesia, cuyo aniversario de la DEDICACIÓN celebramos. Nadie se atreve a negar la santidad de estos muros misteriosamente consagrados por las manos venerables de los Pontífices. Desde entonces se proclama aquí frecuentemente la palabra divina. Se perciben los fervientes susurros de la oración, se veneran las reliquias santas, y los espíritus angélicos velan incesantemente por su custodia.
 Es muy posible que me preguntes: "Todo esto es evidente, pero ¿Quién ha visto a los centinelas angélicos?" Tu no los has visto, pero el que los envía sí los ha visto. ¿Y quién es ese? El que dice por medio del Profeta: sobre tus murallas Jerusalén he colocado centinelas. Hay una Jerusalén en el cielo, la libre, nuestra madre. Pero yo creo que no hay vigilantes en sus murallas, pues el Profeta canta de ellas: reina la paz en tus fronteras. Y si esto te parece poco, escucha lo que continúa diciendo: nunca callan ni de día ni de noche. 
 Esto nos prueba que no se refiere a esta Jerusalén terrena cuando dice: sus puertas no se cerrarán durante el día y allí no habrá noche. La Jerusalén de arriba no está sujeta a cambios ni necesita centinelas. Quien los necesita son nuestros días y noches. Sobre tus murallas, Jerusalén, he colocado centinelas.  
 Tú eres compasivo con nosotros, Señor, y no estás tranquilo con esta frágil protección de nuestros muros; por eso, has destinado una escolta de ángeles que defienden las murallas y a cuantos viven en su interior. bendito seas, Padre, porque eso te pareció bien a ti,  y nosotros lo necesitábamos. Nuestro servicio resulta insuficiente si no nos asisten y ayudan esos espíritus en servicio activo, que se enván en ayuda de los que han de heredar la salvación. Es cierto que no vemos su servicio, pero palpamos su colaboración. No vemos su rostro, pero sentimos su eficacia. al menos nos convencemos de que lo invisible es más valioso que lo visible. Porque lo que se ve es transitorio y lo que no se ve es eterno. Por otra parte, lo visible encuentra su explicación en lo invisible, como lo dice el Apóstol: Lo invisible de Dios resulta visible para el que reflexiona sobre sus obras. Por eso, cuando los judío blasfemaban contra el santo de Israel porque realizaba el acto invisible de perdonar los pecados, éste los rebatió con el signo visible de un milagro corporal: Para que sepáis que el Hijo del hombre está autorizado para perdonar pecdos en la tierra...-le dijo entonces el paralítico-, ponte en pie, carga con tu catre y vete a tu casa. 
 Lo mismo hizo con el fariseo que murmuraba del médico que devolvía la salud, y censuraba a la enferma que la recuperaba: le convenció de su error con pruebas evidentes describiendo las atenciones de esa mujer. Erraba el que tenía horror de aquella mujer: ya no era pecadora quien, asida a los pies de Jesús, los regaba con sus lágrimas, los secaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con perfumes. ¿ Quién examina unos pecados ya perdonados, o se irrita contra la que le está tocando, o tiene por pecadora a quien aborrece el mal cuando llora sus culpas, ama la justicia cuando besa los pies del Señor, se humilla abiertamente secándolos con perfume? ¿Es posible que siga reinando el pecado en un alma tan arrepentida y en un espíritu tan dolorido? ¿No será capaz este amor tan inmenso de sepultar un sinfín de pecados? Se le han perdonado muchos pecados porque ha amado mucho. 
 Así, pues, fariseo, ya no es una pecadora como tú piensas, sino una santa, una discípula de Cristo, de quien aprendió en un breve instante a ser mansa y humilde de corazón. Lo habías leído ya en un profeta, pero tal vez lo olvidaste: Cambia a los malos y dejarán de existir. Esto mismo os ocurrirá a vosotros, queridos hermans, cuando vuestro eterno acusador os eche en cara vuestra vida anterior de la que ya estáis arrepentidos; oiréis al Apóstol que os consuela con estas maravillosas palabras: Eso erais antes algunos, pero os han lavado y os han consagrado. O con aquellas otras: Os vais ganando una consagración que lleva a la vida eterna. Y estas otras que son insuperables: El templo de Dios es anto, y ese templo sois vosotros. 
 A éste cedimos la palabra al comenzar el sermón, cuando preguntábamos quiénes eran los santos cuya grandeza celebrábamos tan solmnemente. Es verad que llamamos santas a estas paredes y lo son por la consagración de los obispos, la lectura habitual de las Escrituras, las asiduas oraciones, las reliquias de los santos y la visita de los ángeles. Pero no honramos su santidad como, algo propio de ellas, ya que no reciben la consagración por sí mismas. La casa se santifica por los cuerpos, éstos por el alma y el alma por el Espíritu que habita en ella. 
 Y para que nadie lo ponga en duda, tenemos pruebas visible del bien que realiza en nosotros la gracia invisible. Quiero decir que también vosotros, como el paralítico del Evangelio, os ponéis en pie, habéis tomado con toda facilidad el catre de vuestro cuerpo en que yacíais extenuados, y vais caminando hacia vuestra casa, esa casa que os hace repetir los cantos del Profeta: vamos a la casa del Señor. Oh casa maravillosa, mucho más hermosa que las tiendas añoradas y los atrios más apacibles!¡Qué delicia son tus tiendas Señor de los ejércitos! Mi alma se consume anhelando los atrios del Señor. Pero son mucho más dichosos los que viven en tu casa alabándote siempre.
 ¡Qué cosas tan gloriosas se han dicho de ti, ciudad de Dios!En las tiendas abndan los gemidos de la penitencia, en los atrios el bullicio de la alegría, y en ti la hartura de la gloria. En esta casa inferior resuena la oración, en la intermedia la esperanza; y en ti la acción de gracias y la alabanza. Dichoso el que evita aquí el mal, que es el pecado, y obra el bien. Aquí tenemos las primicias del Espíritu, allí las riquezas, y en ti la plenitud: esa medida generosa, colmada, remecida y rebosante que verterán sobre nosotros. Aquí se santifican los hombres, allí viven seguros y en ti son vienaventurados. 
 Las primicias del Espíritu que se dan a los que luchan en esta via, son la honestidad de su conducta, la rectitud de intención y la fortaleza en el combate. La honestidad de vida incluye las prácticas de penitencia y todas las prácticas corporales que ordena el Señor. Y como todo esto no es puro si no lo es tu mirada, necesitas también la rectitud de intencion y la pureza de corazón para evitar el ansia de honores o el deseo de alabanzas. Desea únicamente al que sacia todo tu deseo, y haz que la gracia que has recibido retorne a su propia fuente. Y no olvides que solamente la perseverancia conquista la corona, y que no es fácil conseguirla entre tantos riesgos si no templas tu valor en una lucha sin cuartel. Así se vive en las tiendas. 
 En los atrios se recibe a los que se jubilan de los duros combates para ser agasajados con su graciosa alegría. Allí abundan las riquezas del Espíritu, el descanso laboral, la ausencia de inquietudes, la paz frente al enemigo. Ese mismo Espíritu que no les permitía estar nunca ociosos y les animaba a trabajar, les dice ahora que descansen de sus trabajos. El mismo que ahora aconseja su alma y la estimula a hacer muchas cosas, entonces la alejará de toda preocupación y la librará de toda inquietud. El que ahora la mantiene alerta y la adiestra para la guerra mientras ruge el león, cuando consiga la victoria le concederá dormir apaciblemente junto a él. 
 Todo esto, como antes dijimos, es más bien liberarse del mal que recibir el premio del bien. A pesar de ello, la dura experiencia de nuestra necesidad nos fuerza a interpretar como un bien inmenso la mera ausencia del mal. Lo mismo que la conciencia reputa como cumbre de la santidad verse libres de graves delitos. ¡Cuán lejos estamos del bien sumo quienes ciframos la justicia en carecer de culpa, y la felicidad en no sentir las miserias!
 Por lo menos nadie piense ue consiste en esto la enjundia de aquella casa y el torrente de sus delicias. Porque ni ojo vio, ni oído oy´, ni hombre alguno ha imaginado lo que Dios ha preparado para los que le aman. No intentes oír, hombre, lo que jamás oyó oído humano; ni preguntes al hombre lo que su ojo nunca vio, ni cabe en su espíritu. Mas como no podemos callar de ningún modo, al saludar de lejos nuestra patria nos parece como percibir una triple promesa: de fortaleza, de grandeza y de gloria. Hombre era, en efecto, y prisionero el que decía: Entraré en la fortaleza del Señor. Nosotros podemos saber en qué consiste no estar enfermos, porque nos envuelve la enfermedad. Pero revestirse de fortaleza y de poder, y no de un poder odrdinario, sino de un inmenso poder, de la omnipotencia, eso nos desborda por completo.
 El testigo fiel nos dice también que a los que rehabilitó los engrandeció. La magnificiencia creemos que procede de la grandeza, y no tiene límites ni medidas. Nuestra pequeñez puede esperarla, jamás abarcarla. En cambio, nunca  debemos recelar ni tener por sospechosa la promesa de la gloria. Entonces saborearás feliz y confiado esa gloria, a la que ahora ni puedes acercarte por los peligros que te amenazan. Entonces cada uno recibirá de parte de Dios una alabanza segura y eterna, exenta por igual de fin y de riesgo; y como dice la Escritura: Una alabanza gozosa y armoniosa.
 Ea, pues, hermanos, luchemos ahora esforzadamente en las tiendas, para poder descansar dulcemente en los atrios, y ser glorificaos finalmente en la casa. Estas penalidades momentáneas y ligeras nos producen una gloria sublime y eterna. Dios será siempre nuestro orgullo, y no un orgullo vano, sino verdadero. 

RESUMEN
 No nos referimos a ningún santo en concreto ni a ningún templo, sino a la Jerusalén celestial, que no precisa de vigias o ceninelas, donde no existe la enfermedad o la noche. 
 Existe lo visible y lo invisible, pero lo invisible se torna visible cuando pensamos en sus obras.
 Nuestro ser arrepentido es el auténtico templo de Dios y después de perdonados nuestros pecados nadie puede recordarlos y recriminarlos. 
 Los muros del templo son santos, porque son santos sus moradores. Para ser dignos de ellos, debemos vivir con honestidad y pureza, asumiendo la penitencia y rechazando toda vanagloria. Todo esto es, en realidad una lucha sin cuartel, soñando con entrar al auténtico templo, donde el atrio ya es una bienaventuranza y el interior nos llena de gloria. 
 En el atrio que nos espera tras la dura vida, experimentaremos la paz, aunque sea percibida como mera ausencia de los pecados cometidos.
 Lo que nos espera después del atrio es de tal grandeza que no podemos ni imaginarlo, aunque sí desearlo. 

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