EL OBJETIVO DE ESTA PÁGINA

Recuperar los Sermones de San Bernardo de Claraval para facilitar su conocimiento y divulgación. Acompañar cada sermón con una fotografía, que lo amenice, y un resumen que haga más fácil la lectura. Intentar que, al final de esta aventura intelectual, tengamos un sermón para cada día del año. Un total de 365 sermones. Evidentemente, cualquier comentario será bienvenido y publicado, salvo que su contenido sea ofensivo o esté fuera del tema.

viernes, 15 de agosto de 2014

SERMÓN QUINTO DE LA ASUNCIÓN: SOBRE LA MISMA MATERIA

          (Castillo de Safita en Siria, antigua posesión templaria)

 Entró Jesús en un castillo. Lo que nuestro Señor y Salvador se dignó hacer entonces visiblemente, una vez y en un lugar concreto, eso mismo realiza ahora diariamente y de manera invisible en todo el mundo, en el corazón de los elegidos. Acabamos de escuchar el Evangelio: Jesús entró en un castillo y una mujer de nombre Marta lo recibió en su casa. Este castillo es el corazón humano, que antes de venir al Señor está bien guarnecido por el foso de la concupiscencia, y cerrado con el muro de la obstinación; y en su interior se levanta la torre de Babilonia. 
 Hay tres cosas indispensables en toda fortaleza: víveres para alimentarse, trincheras para defenderse y armas para combatir al enemigo. Así les ocurre a los habitantes de este castillo se alimentan del placer corporal y de la vanidad mundana; les protege la dureza de su corazón, de tal modo que apenas o nunca logran hacer brecha las flechas aceradas de la palabra de Dios. Y las armas que se ciñen para atacar al enemigo son las argucias de la sabiduría carnal. Por eso dice la Escritura que los que pertenecen a este mundo son más sagaces con su gente que los que pertenecen a la luz.
 Pero con la venida y visita de Cristo este castillo se desploma, y surge en su lugar otro nuevo, hermoso y espiritual. Se hace realidad aquella afirmación: El que está en Cristo es una nueva creación, pasó lo antiguo. Todo es nuevo. Extirpada la concupiscencia, brota un manantial inmenso de deseos. Ante su presencia el alma anhela lo celestial, con mucho más ardor que antes perseguía lo terreno. Se construye la muralla de la continencia y el baluarte de la paciencia. El cimiento en que se apoya esta obra es la fe, y va subiendo por el amor del prójimo hasta alcanzar el amor de Dios, que está en el plano superior y en las almenas de la muralla. Pues la continencia perfecta consiste en vivir unánimes con el prójimo y unidos por una misma fe; y evitar también el pecado, no por temor al castigo o por aplausos humanos, sino por amor exclusivo de Dios. Por eso el amor de Dios, es decir, el que él nos tiene, está en lo más alto de la muralla, con ello quiere indicar que ayuda en la lucha al que domina sus pasiones y que solamente con su gracia puede resistir las flechas incontables y terribles del enemigo.
 El baluarte de la paciencia tiene esa misma finalidad: hacer imposible al diablo cualquier clase de acceso por donde pueda atacar a la continencia. De este modo los que están protegidos por la paciencia y viven en continencia, pueden afirmar con el Apóstol: ¿quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación? ¿La angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? Fíjate que sólida es la muralla de los continentes. Ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni las potestades, ni otras fuerzas, ni lo presente ni lo futuro, ni el poderío, ni la altura ni la profundidad, ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús.
 Pero llamemos a sus puertas, las puertas de la justicia, para que nos abran, y una vez dentro, veamos las grandes obras del Señor, exquisitas en todas sus decisiones. Allí, en la nueva montaña de Sión ha construido él mismo aquella torre evangélica, por la que suben al cielo, desde este valle de lágrimas, los santos que son humildes de corazón. Pero no suben por sí mismo, sino con la ayuda y la gracia de Dios, como lo dice el Espíritu Santo por el profeta David: Dichoso quien encuentra en ti su fuerza, y su corazón está decidido a subir. ¿Quieres saber dónde lo ha decidido? En este valle de lágrimas, es decir, en la humildad de esta vida. Más no olvida la gracia y añade: el legislador dará bendición. A continuación nos indica cuál es la meta de esta subida o a dónde conduce la gracia a los que ascienden: caminan de refugio en refugio hasta ver a Dios en Sión. Esta es la recompensa, el fin y el fruto de nuestro esfuerzo: ver a Dios. ¿Quién no va a preferir esta cosecha tan extraordinaria a todas las realidades visibles e invisibles? ¿Hay un pecho tan yerto que no se inflame con su deseo? Esta es la gracia que nos ofrece Juan Evangelista: De su plenitud todos nosotros recibimos gracia por gracia.
 Estas palabras nos indican que recibimos de Dios tres gracias distintas: la de la conversión, la que nos ayuda con la tentación y la que nos recompensa tras la prueba. Con la primera nos llama y comenzamos a caminar, con la segunda avanzamos y somos justificados, la tercera da la plenitud y la glorificación. La primera es el beneplácito, la segunda el mérito y la tercera el premio. Sobre la primera se dice que nosotros participamos de su plenitud. Y lo que sigue: gracia por gracia, se refiere a las otras dos, es decir, la recompensa de la gloria eterna está en relación con el mérito del esfuerzo en esta vida. Convenimos, pues, en que la gracia primera consiste en el muro de la continencia a que somos llamados. La segunda en escalar la torre que vamos subiendo; y la tercera, en la cumbre a donde llegamos. Cuando llegan aquí a esta cumbre, los que avanzan bien se convierten en morada y albergue para el Señor. De ellos dice la Escritura: Allá suben las tribus, las tribus del Señor, según la costumbre de Israel, a celebrar el nombre del Señor. En ella están las sedes. 
 Mientras estaban en el muro de la continencia y en el campo de batalla podían ser atacados, y entonces Dios era conocido en Judá como el que ayuda. Pero cuando alanzan la posición desde la que pueden contemplar al Señor, su nombre es grande en Israel; su tienda está en la paz, su morada en Sión. Allí quebró las ráfagas del arco, el escudo, la espada y la guerra. Porque allí la carne ya no se rebela, sino que está sumisa al espíritu. Este es el lugar que deseaba ardientemente el Profeta cuando exclamaba: No daré sueño a mis ojos, ni reposo a mis párpados, ni descanso a mis ideas, hasta que encuentre un lugar para el Señor. Aquí ansiaba volar el que gritaba: ¡Quién me diera alas de paloma para volar y posarme!
 Tal vez alguien se interese por los habitantes de este castillo y quiera saber qué toman como alimento, cómo se protegen y qué armas usan en el combate. La respuesta más prudente parece ser ésta: lo mismo que los carnales se alimentaban con las obras de la carne, con mayor razón éstos se sustentan con los frutos del espíritu. Su manjar es, sin duda alguna, cumplir la voluntad del Padre omnipotente. Su comida es la palabra de Dios, alimento de todos los santos, sean ángeles u hombres. Así lo dice la Escritura: No de sólo pan vive el hombre, sino también de todo lo que procede de la boca de Dios. Su protección es -ya lo hemos dicho-el muro de la continencia y el baluarte de la paciencia. Las armas que esgrimen contra el enemigo las enumera el Apóstol: la coraza de la justicia, el escudo de la fe, el casco de la salvación y la espada del espíritu, que es la palabra de Dios. 
 Nadie se extrañe de que la Palabra sea a la vez alimento y espada, ni lo crea imposible o absurdo. En el plano material cada cosa es distinta y tiene su propia finalidad. En el espiritual, en cambio, las realidades no son distintas ni tienen diversa finalidad, sino que todo lo encontramos en Dios, y Dios es todo en todo. ¿Se parecen en algo un pan y una piedra? Y si lo tomamos en sentido místico, ambas cosas significan lo mismo. A cristo se le llama pan y piedra: es el pan vivo, y la piedra rechazada por los constructores. Es una y otra cosa en sentido simbólico, no por su esencia. 
 Pero volvamos al tema. cuando entra Jesús al castillo lo reciben las dos hermanas, Marta y María, es decir, las facultades de hacer y de conocer. ¿Lo reciben o son recibidas por él? Sea lo que fuere, las beneficiadas son ellas, no Jesús. Porque Jesús, al venir a verlas, les regala a cada una lo más apropiado: fuerza y sabiduría; fuerza para obrar y sabiduría para conocer. Por eso el Apóstol predica la fuerza y la sabiduría de Dios.
 Pero ¿por qué es Marta la que recibe a Jesús al llegar y se afana en atenderle, y María, en cambio, se sienta a sus pies y se extasía con sus palabras? Porque la acción precede a la contemplación. Quien aspira a la sabiduría debe practicar antes con tesón las buenas obras. Así lo recomienda la Escritura: Hijo mío, si deseas la sabiduría, guarda la justicia y el Señor te la otorgará. Con tus decretos alcanzo inteligencia. Han purificado sus corazones con la fe. ¿Con qué fe? Con la fe que se traduce en amor. Marta, en su actividad, se muestra mu competente. Y María, cuando está sentada y en silencio, y no responde a los requerimientos, encarna la contemplación. Concentra toda su atención en la palabra de Dios; apura hasta la médula la gracia de conocer a Dios, lo único que le apasiona; desdeña todo lo demás y es insensible a las cosas exteriores, porque se siente gozosamente arrebatada a contemplar, dentro de sí misma, la dicha del Señor. He aquí aquella que susurra en el Cantar: Yo duermo, pero mi corazón está despierto.
 De dos maneras acoge Marta al Señor, y doble es el banquete que le prepara, porque también lo había rechazado antes de dos formas distintas. Las obras, efectivamente, que nos alejan de Dios son dos: la infamia y el delito. cometemos la infamia al pecar con nosotros, y el delito si va contra el prójimo. Y dos son, asimismo, las obras que nos lo devuelven: la continencia y la benevolencia. De este modo cada veneno tiene su contraveneno. Por eso está escrito: Igual que antes cedisteis vuestro cuerpo como esclavo a la inmoralidad y al desorden, para el desorden total, cededlo ahora a la honradez, para nuestra consagración.
 Marta se entrega y afana en preparar estos manjares; y quiere que María, esto es, su entendimiento y todas sus facultades interiores colaboren en esta tarea y les ayuden a perfecionarla. Y se queja de que su hermana no le ayude; mas no se queja a ella, sino que dirige su demanda al Señor: Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile que me eche una mano. Aquí observamos dos cosas: una especie de acusación y una muestra de honor para con el Señor. Al estar él presente, Marta no se atrevió a dirigirse a María, sino que le confió a él su queja, y trató directamente con el Señor a quien competía mandar cualquier cosa a su hermana. 
 No nos extrañe, pues, si alguno de los que trabajan y realizan una buena labor murmura del hermano que esté desocupado: el Evangelio nos dice que Marta lo hizo de María. Lo que nunca vemos es que María murmurara de Marta, por querer compartir su actividad. Sería incapaz de hacer bien ambas cosas: cumplir los servicios materiales y entregarse a los deseos internos de la sabiduría. Recordemos lo que dice de la sabiduría la Escritura: El que se libera de negocios se hará sabio. María se sienta, permanece inmutable, y no quiere interrumpir la paz del silencio para no perder el gozo sabroso de la contemplación. Además, interiormente el mismo Señor le está diciendo: Reposad y reconoced que yo soy Dios.
 Consideremos ahora los tres obstáculos que impiden la contemplación. El ojo de nuestra alma es la inteligencia. Lo mismo que con el ojo corporal vemos la luz y los objetos corpóreos, con el entendimiento percibimos a Dios, luz ilimitada y sin contornos, y todas sus realidades invisibles. Pero existe una diferencia entre el ojo interno y el externo: al externo se le aplica desde fuera la luz corporal para que vea; al interno, en cambio, se le infunde en el interior la luz del Creador, para que pueda discernir. Pero uno y otro tienen tres obstáculos a su capacidad de ver. Comenzaremos explicando lo que se refiere al ojo externo y visible, para que, pasando de lo visible a lo invisible, el argumento sea más fácil de comprender. 
 Puede ocurrir, pues, que ese ojo esté sano y normal, pero si no hay luz externa, no ve nada. Y al contrario si tiene luz, pero está irritado por una hemorragia u otro líquido, tampoco distingue los objetos. Otras veces suele suceder que está sano y hay luz, pero se le introduce una motita e impide su vivacidad. Así, pues, los tres obstáculos del ojo son: las tinieblas, cualquier clase de secreción o una mota que se le adhiere. Estos mismos son los que impiden la visión del ojo interior, aunque tienen otros nombres: lo que en uno llamamos tinieblas, en el otro lo calificamos como pecado. Lo s pecados afluyen a la memoria como a una letrina, y de ahí surgen los distintos humores. Y aquella mota de polvo, aquí es la preocupación de los negocios terrenos. He aquí las tres cosas que oscurecen el ojo de la inteligencia y le impiden contemplar la luz verdadera: las tinieblas de los pecados, el recuerdo de los mismos y la inquietud por los asuntos de la vida. 
 El Profeta se lamentaba de padecer la primera de estas dolencias, con estas palabras: Me abandonan las fuerzas y me falta hasta la luz de los ojos. Si estamos privados de la luz de la santidad, nos envuelven las tinieblas de nuestros pecados. También sentía las consecuencias del segundo mal y decía: Me retuerzo por el dolor que me produce la espina, es decir, el recuerdo de los pecados. Y de las preocupaciones dice así: en vez de pan como ceniza, la ceniza de la actividad en lugar del pan de la contemplación.
 Así, pues, quien desea fijar el ojo de la mente en la contemplación de Dios, antes debe purificarlo de estos tres obstáculos. Y al intentar hacerlo sepa que existe un remedio particular para cada una de estas enfermedades. Son: la confesión, la oración y el sosiego. María podía evitar de su intención el impedimento tercero: la inquietud de la actividad. Por eso, mientras Marta sirve, ella se sienta tranquilamente. 
 ¿Y qué dice el Señor en favor de María, cuando una se queja y la otra calla? Marta, andas inquieta y nerviosa en muchas cosas. Sí, te afanas en mil quehaceres: los de tu propia continencia y las necesidades ajenas. Para proteger las continencias practicas las vigilias, ayunas, castigas tu cuerpo. Y para ayudar a los otros trabajas sin descanso, con el fin de tener algo para el necesitado. Te afanas en mil cosas, cuando sólo una es necesaria. Si no estás integrada en ti misma al hacer todo eso, no agradarás a Dios que es el Único. Lo dice con toda claridad en otro lugar: no hay quien obre bien, excepto uno. Por eso, cuando se agitaba el agua de la piscina, sanaba uno. Y de aquellos diez leprosos curados, solamente uno se volvió alabando a Dios a voces. El Señor se quejó de los otros y ensalzó su gesto de gratitud con estas palabras: ¿No han quedado limpios los diez? ¿Dónde están los otros nueve? ¿No ha habido quien vuelva para agradecérselo a Dios, excepto este extranjero? Pablo, por su parte, añade: todos los corredores cubren la carrera pero uno sólo se lleva el premio. Estas y otras citas de la Sagrada Escritura nos prueban con evidencia que el Señor se refiere a nuestra unidad cuando dice: Sólo una cosa es necesaria. 
 Pero tengamos muy en cuenta que existe la unidad de los santos, tal como lo indicamos con la Escritura, y la de los criminales, que la misma Escritura demuestra y rechaza. Recordemos algunos textos: se alían los reyes del mundo, y los príncipes conspiran a una contra el Señor y su Mesías. Se retiraron los fariseos para tener un conciliábulo y ver si lograban sorprender a Jesús con sus propias palabras. Los sumos sacerdotes y fariseos convocaron entonces al Consejo. ¿Con qué fin? Juan dice expresamente que decididos a matar a Jesús. El mismo Señor nos indica cuán pertinaz es la unión de los malvados cuando describe al santo Job el cuerpo del diablo: sólidamente soldados, están tan apretados entre sí, que ni un soplo puede pasar entre ellos; están pegados uno a otro, adheridos sin dejar fisura. 
 Esta unión o perversión suele ser frecuente en algunos hermanos que viven con tibieza y desgana. Si les pides que se esfuercen por una vida más honesta y virtuosa, prefieren derrochar todas sus energías y afrontar las mayores dificultades para rechazar esa propuesta, antes que desear conseguir con facilidad lo que es tan razonable. No existe unidad más perversa y detestable. 
 Excluyamos radicalmente esto de nuestros corazones y de nuestras palabras, y busquemos aquella otra unidad que es tan buena y propia de los buenos. también ésta tiene dos aspectos: por una parte santífica y por otra glorífica. Lo primero tiene carácter de mérito, lo segundo de premio. El mérito se refleja en aquel texto sagrado: la multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Y el premio en aquel otro: el que se une al Señor se hace un solo espíritu con él. Pero esto lo esperamos en el futuro, porque es más propio del mañana que del hoy en que vivimos; por eso esperemos recibirlo de Dios y por el momento prescindamos de ello.
 Practiquemos la unidad que santifica; esa que ahora nos es tan necesaria. Esa amabilidad tan deslumbrante que entusiasma al salmista: ¡ved qué dulzura, que delicia convivir los hermanos unidos! Y no contento con proclamar su belleza, proclama también su utilidad: porque allí manda el Señor la bendición y la vida. Ahora la bendición, y en el tiempo venidero la vida eterna. Esta es la unidad que tan vivamente nos recomienda el Apóstol: Esforzaos por mantener la unidad que crea el Espíritu, estrechándola con la paz. 
Este bien tan magnífico de la unidad lo deben fomentar los responsables de dos maneras: prometiéndola en sí misma y en el prójimo. En sí mismos por medio de la integridad, y en el prójimo por la conformidad. Toda criatura, y particularmente la racional, debe imitar al que es su origen. Nuestro Dios es uno como lo atestigua Moisés: escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios es solamente uno. Pero, a pesar de ser uno, idéntico a sí mismo e infinitamente perfecto e independiente, siente para con nosotros una gran bondad y nos ama haciéndonos todo el bien posible. Imitémosle estando unificados por la integridad de la virtud, y unidos al prójimo con los vínculos del amor. El apóstol Juan nos estimula a ella cuando trata del amor y dice: Como él es, así somos nosotros en este mundo. 
 Mas esta unidad, tan necesaria para todos, encuentra tres obstáculos: la presunción, el apocamiento y la ligereza. Los engreídos se jactan de poder lo que en realidad no pueden, o presumen de lo que no tienen. Pedro nos da un ejemplo típico de esto, momentos antes de la pasión de Jesús: Señor, estoy dispuesto a ir contigo incluso a la cárcel y a la muerte. Los apocados son el polo opuesto. También es Pedro quien los encarnó en otra ocasión: Apártate de mí, Señor, que soy un pecador. Y los ligeros e inconstantes son los que viven a merced de la última teoría: hace un momento les agradaba una cosa y ahora la rechazan; y lo que eligen ahora lo abandonan dentro de unos instantes. 
 Pero poco vale enumerar estos vicios si no añadimos los remedios con que podemos curarlos. Persigamos, pues, a los enemigos de nuestra unidad y no desistamos hasta derrotarlos. Contra la jactancia presentemos la consideración de nuestra propia fragilidad, que es el remedio por excelencia para aniquilar esta detestable presunción. Contra la pusilanimidad apoyémonos confiados en la fuerza de Dios, y si no eres capaz de hacer algo por ti mismo lo podrás con su ayuda, y dirás con el Apóstol: Todo lo puedo en aquel que me conforta, Cristo. Y contra la superficialidad acude al consejo del anciano para evitar las teorías novedosas y peregrinas, y cumplir el precepto divino: Pregunta a tu padre y te lo contará, a tus ancianos y te lo dirán. 
 Hemos hablado de la unión de cada uno consigo mismo. Pasemos ahora a la unión con el prójimo. Se consigue de dos maneras: acercándonos al otro con amor y acogiendo el afecto que el otro nos ofrece. Los dos impedimentos para conseguirlo son la obstinación y la suspicacia. La obstinación no nos permite entrar en el interior del otro y la suspicacia impide creer que los otros nos aman. De este modo, ni nosotros amamos al otro, por nuestra obstinación, ni creemos que nos otros nos aman, por culpa de nuestra suspicacia. Y quien sufre las consecuencias es la unión que debemos tener con el prójimo. A esta doble enfermedad acude presurosa la caridad con un doble remedio: no buscar los propios intereses y fiarse siempre. El obstinado fomente esa caridad que no busca lo suyo y ame a los otros. Y el suspicaz practique esa caridad que todo lo cree, y esté firmemente convencido de que todos le aman a él. 

RESUMEN
Nuestra alma es como un castillo. Allí penetra Jesús, pero los habitantes de ese castillo se protegen con el placer corporal, la vanidad y la dureza de su corazón.
Cristo edifica un nuevo castillo. Se hace una muralla con la continencia y un baluarte con la paciencia. El cimiento sobre el que se apoya es la fe. El amor de Dios está en las almenas. De este modo la fortaleza es inexpugnable. Si se abren las puertas podremos disfrutar de las maravillas de Dios. Dentro del castillo hay una torre que sólo podemos subir por la gracia de Dios y guiados por la humildad. Recibimos como tres ayudas que son el muro de la continencia (para lo que tenemos que ser llamados), la segunda en poder escalar la torre y la tercera en llegar a su cima. La segunda y la tercera dependen de nuestros méritos. 
 Los habitantes del castillo se alimentan con cumplir la voluntad del Padre y con la palabra de Dios. Se protegen con la coraza de la justicia, el escudo de la fe, el casco de la salvación, y la espada del espíritu, que es la palabra de Dios. Cuando hablamos espiritualmente, la espada y la palabra significan lo mismo. Antes de la sabiduría deben realizarse buenas obras, para que ésta llegue. La fe subyace en ambas. 
 Marta tiene dos obstáculos para ofrecer el banquete. El primero se llama infamia y son las cosas que hacemos contra nosotros mismos. El delito es lo que hacemos contra los demás. En definitiva, siempre volvemos a la importancia de la contemplación, con la sentencia de que "el que se libera de negocios se hará sabio". También debemos aceptar la murmuración abierta y explícita del ocupado en cosas materiales, frente al contemplativo, pues ya está debidamente expuesto en los Evangelios. 
 Tenemos una visión exterior y otra interior. A la interior le afecta el pecado, las consecuencias del mismo (que son como una espina o el depósito de una sentina) y la preocupación por las actividades diarias. Para el pecado tenemos la confesión, para el dolor de sus consecuencias la oración y para la preocupación por las molestias diarias, el sosiego.
 En realidad sólo la vida contemplativa, fundamentada en el agradecimiento a Dios, es necesaria. Nunca debemos olvidar que nadie es verdaderamente "bueno" sino Dios.
 Igual que existe la unidad de los hombres que desean la santidad, existe la unión de los malvados. Es una unión sin fisura alguna, dispuesta a resistir cualquier intento de virtud. 
 La unidad tiene dos aspectos, uno santífico y otro glorífico. El santífico es la unión de los hermanos, a la que podemos aspirar en nuestra vida terrena. El glorífico deberá esperar a la eternidad.
 La unidad debe fomentarse en sí mismo y en el prójimo. Encuentra tres obstáculos, que son la presunción, el apocamiento y la ligereza. Nos defendemos con nuestra fragilidad, la confianza en la fuerza de Dios y el consejo de los ancianos.
 La unidad con el prójimo se consigue acercándonos a los otros con amor y acogiendo el afecto que nos ofrecen. Los dos impedimentos para conseguirlo son la obstinación y la suspicacia. 

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